jueves, 30 de agosto de 2012

En Río

Creo que la primera vez que me enamoré fue por una química efervescente del tipo "qué chucha esta wea/ no quepo en mí"; esas cosas que uno piensa que no le van a tocar -porque en verdad uno es taaan pobre y taaan desgraciado-. Eso que pasa cuando los diálogos son imperfectibles de seductores y uno se siente como protagonista de alguna película chilena donde la gente pareciera sentir más o sentir distinto. La verdad es que sentí harto, estuve desbordante de felicidad y súper desdichada. Lloré, lloré, despertaba con los ojos hinchados y con muchas ganas de morirme, lloré y, a veces me gustaba. El otro día leí que la gente que más se ríe y sonríe es la que más sufre. Uno es sensible en buena y en mala; no se elige. En esta relación fui súper juvenil para querer. Como cuando todavía tomas sin pensar en la caña ni que tienes que estar lúcida al día siguiente. La consecuencia no es tema y pucha que era entretenido hacer sin anteponer los peros y los mañana. Pero con el tiempo, no sé si maduramos o empezamos a cansarnos de tomarnos la vida tan en serio y de sentir tan a fondo. Te cansas de querer putear a alguien y de la pasión y de las carcajadas. Empiezas a estar molesto, a tener unas calenturas y reír más corto y menos fuerte. Así pasó conmigo. La intensidad de ese amor, me cansó. Entonces vinieron otros y también la soledad de despertar pasada a pucho (hasta el sostén), con la pintura corrida, con ganas de vomitar, pelear con mi mamá. Eso muy muy seguido. Contarle a mis amigas en tono chistoso mis aventuras weonas, ver si el alemán estaba conectado (despertando). Fue mucho tiempo de eso. De ver cómo la vida le pasaba a otros. Pero ya pasó. Asumo que hay que darse permiso para cerrar asuntos sin entenderlo todo. Tuvo que pasar así y tuve que apostar de nuevo.