jueves, 16 de junio de 2011

Registro 1

5.30 am. Tenía veinte minutos por delante, dos cuadras para acarrear mi maleta y un andén que encontrar. Nuremberg es un lugar bonito, con puentes que evocan una postal veneciana. Calles donde convergen protestantes y una minoría católica tomando cerveza y comiendo embutidos, siendo hogareños,cargando las "j", rememorando la Segunda Guerra Mundial y enorgulleciéndose con sus galletas de jenjibre. Esa noche se realizaría la noche azul, fiesta en la que los museos, centros culturales y la plaza principal se alumbran totalmente con luz azul. Yo no me quedaría para verlo y filo.
A esa hora, la estación casi vacía, sólo deambulaban un par de grupos de jóvenes post fiesta. Nadie lúcido a quien preguntarle donde cresta partían los trenes a Frankfurt. Nadie que me ayudara a cargar la inmensa maleta por los interminables escalones que ni siquiera sabía si me llevarían a París o a la dirección equivocada. Nadie hasta que llegó Anette. Canosa, de ojos transparentes, cara de tríiijida, brazos fuertes y voluntad de oro que me ayudaron con la que desde entonces se convirtió en la "maldita" maleta. Conocer a Anette me conmovió y remeció. Una gentileza absoluta que hasta me hizo desconfiar y finalmente me tapó la boca. Después de tres horas de conversar con ella sobre las cicactrices alemanas, las dolencias latinoamericanas y la belleza de la vida (la dura), dejé ese vagón casi con pena. Todavía existe gente la raja en el mundo. Es que loco, un ángel! Anette se bajó para ayudarme con mi maleta y dejarme instalada en mi próximo tren. Y me deseó todo el éxito del mundo con un actitud maternal cuática y un abrazo de despedida. Luego conocí a Pola, otra señora alemana que llevaba un mochila con un parche del Cusco y con la que terminamos llorando y hablando de su experiencia con el peyote el año pasado (a sus 62 años). Ella viaja sola. Sus hijos ya están grandes y tiene un matrimonio bastante independiente. Bueno, y lloramos con la intensidad de la historia de la niña peruana a quien adoptó. En estos momentos, intento encontrar las palabras para dejar registro de lo increíble que fue ese viaje en tren, de la intimidad que se puede llegar a generar entre extraños en esas situaciones y de disfrutar sola de la total incertidumbre sobre el lugar de destino, que se acerca y se acerca y se acerca. Pero la dura que no puedo escribir tan bacán. *A todos esto fuimos interrumpidas por unos inspectores dignos de la lista de Schindler. Entre tanta emotividad, aunque sabía que aparecerían, los había olvidado.
Entonces, así pasó la hora. Sin dormir, al igual que la noche anterior. Destino. París. CTM estaba en París. Sin nadie que me frenara, rodeada del sonsonete suave -bonjour mademoiselle- y con hombres galanes que dejaron a la "maldita" a diez pasos de mi hotel. Porfin estaba en las calles de una de las tres ciudades que no podía dejar de pisar antes de morirme. Entendí la predilección de tanta gente por este lugar y me sumé desde el minuto uno, como pendeja babosa. Quería abrazar el campanario de Notre Dame, congelarme en mi primera noche junto al Sena con un excelente músico tocando Jamiroquai o la siesta involuntaria en los jardines de Luxemburgo. Y de acá quería llevarme en el corazón a mis padres por un día, una pareja de argentinos con los que paseé, almorcé, tome té y reí. Tampoco quiero olvidar a A.K. el francés más dulce de la historia, recepcionista del hotel que además de regalarme el desayuno y las llamadas a Chile, me llevó al Pompidou y escribió una postal que pasó a ser uno de mis tesoros favoritos de la cajita metálica -donde junto recuerdos desde que tengo 8 años-. Todo a cambio de un "no estoy interesada en ti, no voy a salir contigo". Pero sospecho que allá la gente es simplemente amable, porque el sonrió y siguió siendo dulce.
Mujeres estilizadas en Saint Germain, los destellos de la torre, los balconcitos perfectos en todas las esquinas. La dura no entiendo como la gente que vive ahí puede dormir. Yo me convertiría en un zombie contemplativo hasta de sus clichés, tiendas de souvenirs y negros intimidantes a la bajada del Sacre Coeur.
Mi vuelo a Berlín fue rudo. La llegada también. Odié esa ciudad por dos días. De hipsterlandia había llegado a trainspottinglandia. Si me pongo mística hasta podría decir que tiene una carga demasiado potente. Media depresiva y autodestructiva. Igual los soldados nazis penan entre los edificios aún en reconstrucción. No sé, este lugar me abofeteó con el desdén de una vieja culia (con todo el respeto que ellas me merecen) que se negó a ayudarme a validar mi ticket de metro o la abundancia de pepinos asesinos en todas las comidas. Pero los panoramas se arreglaron igual que el clima. La segunda noche, instalada en la ventana de un departamento, click: me gustó Berlín. Puede haber sido efecto de la marihuana. A Santi, no lo había visto nunca, menos a su roomie argentino, igual fueron conmigo como muy amigos de siempre, o sea no excesivamente buena onda, como son los amigos po. Más reales sin esa necesidad de hacerse los simpáticos. Artistas enamorados de esa ciudad. Conversamos mucho entre whisky y cerveza. Su objetivo era cambiar mi percepción. Caminábamos por la calle como una pandilla. Días después ya había conocido gente, ni tanta tampoco, así me seguí juntando con S y fuimos a bailar. Techno por supuesto, pero ni pensar en Vengaboys! Electro duro igual (igual me gustó). Gente dura y transpirada. Un poco musho eso de pasar un fin de semana completo bailando y empepándose. Viendo el sol salir y esconderse con la misma polera y los tacos en la mano.
Después de eso necesitaba dormir y turistear como santiaguina. Tal vez comer algo, pero ya se ma habían quitado las ganas de comer sola y tenía un número en el bosillo. Y marqué....45 minutos más tarde me encontré con un rubio sonriente y dos cascos. Alemán muy alemán y que muy a mí pesar era guapo, guapísimo. Entonces empezó la mejor revisión de Berlín: en moto. Checkpoint Charlie, Potsdamer platz, Alexander platz. Lindooo. Y comiendo media pasmada con sus ojos clavados. Maldiciendo a los niños que se acercaron a su moto a admirarla, porque aunque no soy de derritirme con los niños, la escena de este hombre altísimo agachado y explicándoles quién sabe qué, fue un golpe bajísimo. Morí de ternura....